25 de julio

Es viernes 25 de julio de 2008 en la ciudad de Coelemu. Pero la fecha en este momento -que sólo es profundo presente- importa muy poco.

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Lo que importa es el fuego tibio que me hace sentir en un exquisito refugio contra la poca clemencia de la lluvia, que con sostenida porfía y una extraña afinación cae sobre el material absorvente de la tierra y consistente de la casa que habito.

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Me siento como un gato somnolineto y saciado de leche, que se deja acariciar en el alma por la tibieza aterciopelada y envolvente del calor de la leña en noche de invierno. La sensación en el/la lomo/espalda erizado(a) por la cosquilla sutil que me otorga el espacio agitado por el calor, puede entenderse como una de esas difíciles experiencias fronterizas, y por ende difusas, entre lo que realmente se siente y lo que se imagina; cosa etérea e imprescindible que relativiza todo bienestar y todo malestar.

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Me veo sin verme, junto al todo que son mis pensamientos, incluido dentro de un plano de dominios imaginarios e inagotables en que las propiedades fìsicas de la existencia pasan a segundo plano, pues se presiente la transversalidad dimensional de la propia sensación de ser algo.

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Fuera de casa, los árboles lavados bailan con el viento que intenta arrancarse de la noche, haciéndose en su alboroto mucho más evidente.

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La naturaleza se delata con ingeniudad como esa fuerza devastadora ante la intolerante e inflamada existencia humana.